Un museo como la Casa de las Ciencias se puede visitar de muchas formas, pero ninguna tan interesante como aquella en la que las exposiciones se imaginan como un campo de juego. Lamentablemente nuestra lengua limita lo que los ingleses llaman playground y los franceses aire de jeux a un espacio sólo apto para la infancia, pero si es cierto aquello de que todos llevamos un niño escondido dentro, la idea puede servirnos igual. En un parque infantil hay objetos que podemos explorar: columpios, toboganes, norias, areneros. Y son tan atractivos que no necesitamos mucha motivación para volver allí día tras día. Los mecanismos no tienen instrucciones, no las necesitan. En realidad todos asumimos que es asunto nuestro descubrir no tanto cómo funcionan como para qué sirven, o mejor aún, qué podemos sacar de ellos cuando los exploramos por nuestra cuenta o en colaboración con otros usuarios, amigos o desconocidos.

Podríamos justificar la importancia de los parques infantiles con el argumento de que estas visitas nos permiten aprender (mediante la experiencia directa) conceptos como el rozamiento, el movimiento oscilatorio o la fuerza centrípeta o la inercia. También podríamos destacar las bondades del ejercicio físico, o las oportunidades para la socialización. Pero en realidad todos sabemos que los parques infantiles son imprescindibles porque allí se juega, y jugar es divertido.