En verano del 1953, excavando en los fondos de una vivienda, José María Luengo Martínez encontró un singular tesoro, que había permanecido enterrado durante dos milenios. La localización de estas piezas, a buen seguro, fue completamente desconocida hasta entonces, pues nadie alteraría este conjunto de piezas que, hoy en día, representa una de las muestras más notables de orfebrería galaica.

Se trata de un conjunto compuesto por una diadema-cinto, un collar, una posible gargantilla de oro y una cuenta de pasta vítrea. Las piezas presentan motivos decorativos geométricos, tetrasqueles, filigranas e incluso la representación de un pato en el caso de la diadema, que ilustran el dominio de una técnica depurada, por parte de los anónimos orfebres que las diseñaron y crearon. Este depósito formó parte de uno o varios ajuares utilizados en determinadas ceremonias, cuya última vida fue, presumiblemente, ser enterrados de manera intencional. Resulta interesante tener en cuenta que la diadema pudo pertenecer tanto a un hombre como a una mujer, cuestión que, de dilucidarse, podría aportar interesante información sobre los roles de género del momento. Las fuentes clásicas indican que la mujer tenía un notable peso en la organización social de aquellos tiempos, pero las evidencias arqueológicas aún no permiten contrastar estas hipótesis.

A pesar de que desconocemos su origen, no es descartable que se hicieran en el propio castro. En la ejecución del Proyecto Artabria, el arqueólogo José María Bello señaló la posible existencia de un taller de orfebre en el castro, en el que se recuperaron restos de una hoguera con abundantes cenizas, escorias, crisoles y evidencias del trabajo del metal, junto con una cinta de oro enrolado y con una pequeña piedra de toque, esencial para evaluar la pureza de las piezas de oro.