La carrera de María Casares brilló con luz propia en el panorama cultural europeo, especialmente en Francia, donde fue considerada una de las grandes actrices del siglo XX. Actuó en los principales teatros parisinos, como la Comédie-Française y el Théâtre National Populaire, y trabajó bajo la dirección de figuras imprescindibles como Jean Vilar y Albert Camus. Su participación en obras de Molière, Racine, Claudel o Shakespeare, siempre aclamada por crítica y público, contribuyó a consolidar su prestigio como intérprete trágica y comprometida.

En el cine, dejó huella con interpretaciones memorables, como su papel en Les enfants du paradis (1945) o Orphée (1950) de Jean Cocteau. Su dominio del idioma francés, su expresividad y su capacidad para encarnar personajes complejos hicieron de ella una actriz versátil y profundamente respetada dentro y fuera de las fronteras francesas.

La proyección internacional de su figura fue reconocida con múltiples homenajes en vida y tras su fallecimiento en 1996, siendo recordada como un puente vivo entre la cultura española del exilio y el arte europeo de posguerra.

En 1989 obtuvo el Premio Molière a la mejor actriz de teatro y fue nominada a los César. Tras una carrera intensa y comprometida, María Casares decidió retirarse discretamente de los escenarios a finales de los años ochenta. Su último trabajo teatral fue Hécuba, de Eurípides, en 1990, donde una vez más dejó constancia de su dominio de la escena trágica.

Recibió del gobierno francés el Premio Nacional de Teatro, y en España, la Medalla al Mérito de Bellas Artes. Obtuvo el Premio Segismundo de la Asociación de Directoras y Directores de Escena de España. También se le concedió el título de hija predilecta de A Coruña y la Medalla Castelao. Fue condecorada con la Legión de honor francesa. En 1996, Casares aceptó que los premios de teatro de Galicia llevaran su nombre, pero la muerte le impidió asistir a su primera edición.

Falleció en su casa de Alloue (Francia) el 22 de noviembre de 1996, a los 74 años. Eligió vivir sus últimos años en el Château de La Vergne, un lugar retirado donde había encontrado la calma lejos de los focos, acompañada de su entorno más cercano y vinculada a su pasión por el teatro hasta el final.